domingo, 15 de noviembre de 2009

NUNCA MAS, NUNCA MAS, DIARIO DE UNA PROSTITUTA


CUIDADO CON EL EJEMPLO QUE DAMOS A NUESTROS HIJOS


Diario de una prostituta

La historia de mi vida es una muy común. De hecho, es como la de todos los demás. Soy una prostituta; vendo mi carne por dos o tres sucias monedas. Mi madre también lo fue, la diferencia es que a ella no le pagaban. Mi padre nunca lo supo, o si lo supo, nunca se atrevió a reprochárselo; él era demasiado débil para enfrentarla. En cambio, su forma de reclamo fue el eterno silencio...

Nací en un pueblo cerca de Guadalajara; su nombre no es importante porque para mí los nombres ya no significan nada. Lo único que veo son cuerpos sólidos e inertes que se mueven o que se quedan quietos. En él pasé toda mi infancia y parte de mi adolescencia, después escapé para nunca más volver, nunca más...

Me cuesta mucho recordar aquello que en un tiempo viví porque me doy cuenta de que mi vida es y siempre ha sido un mismo espacio y un mismo tiempo; como si estuviera encerrada en un cuarto obscuro y palpara a cada instante las estúpidas razones falsas de mi madre y la nauseabunda sumisión de mi padre al tiempo que respiro el aliento de alguno de mis clientes. La pesadez del aire de este lugar me asfixia, no me deja vivir. Por eso opté por la prostitución de mi cuerpo, para apresurar mi muerte. Me desprecio. En el fondo, soy igual que ellos y eso es lo que me esclaviza. He sucumbido ante la angustiante obscuridad. Estas últimas palabras se han manchado con mis lágrimas teñidas de maquillaje barato.

Recuerdo que en una ocasión, cuando tenía 5 o 6 años, ella llegó apestando a alcohol después de una ausencia de más de una semana. Tres días antes de que llegara yo la había visto a través de la ventana en la casa del dueño de la tienda para la que trabajaba mi padre. Ella no se percató de ello. Estaba medio desnuda y bebía de una pequeña botella de aluminio. Después el patrón entró en el cuarto y le dijo algo mientras arreglaba su corbata. Ambos soltaron una carcajada que resonó en todo mi ser y engendró el odio en mi vientre, el mismo que he criado a lo largo de mi vida.

Cuando llegó a mi casa, mi padre estaba sentado en su escritorio de trabajo haciendo algunas cuentas del negocio. La volteó a ver, ella hizo el mismo gesto arrogante de siempre y él bajó la cabeza y siguió trabajando. De nuevo siento que se estrujan mis órganos y que mis manos tiemblan como aquella vez. Mi madre caminó directo al escritorio y le dio un beso en la mejilla. Él lo recibió como un perro de carnicería que recoge sus migajas. Después ella le susurró algo al oído y mi padre asintió. No escuché con claridad lo que le dijo, pero supuse que le pidió que le preparara un baño porque mi padre se puso de pie y fue directo a la regadera. Creo que al final ella añadió un “Te quiero”. Desde ese instante esas palabras dejaron de tener sentido para mí. Pienso que es simplemente una frase hipócrita que todos usan al modo que usan mi cuerpo. Es el desgaste sin fin de las palabras y yo. Nos vamos reduciendo a cenizas que el viento deshace poco a poco hasta el momento de la desaparición de todo rastro de humanidad.

Durante años soporté las mismas escenas patéticas en las que mi madre hablaba sin parar de temas absurdos en la mesa fingiendo estar interesada por nuestros problemas. Yo sabía que detrás de esos ojos hipócritas se escondía la mentira; mi mirada veía a través de sus espejos. Mi padre, como siempre, fingía ignorar los engaños de mi madre e intentaba esconder su debilidad contradiciéndola en ocasiones. La verdad es que a ninguno de los dos les importaba un bledo de lo que pasaba. Y ahí estaba yo sentada en la silla del anonimato, la misma en la que estoy sentada ahora.

Años después, durante mi adolescencia decidí escapar. ¡Nunca más!, ¡nunca más!, fueron mis palabras llenas de ingenuidad. Recorrí pueblos y ciudades buscando algún lugar que me gritara las palabras ¡nunca más!, ¡nunca más! Las busqué en el azul del cielo y en el verde de las hojas, en las manos de aquél y en los ojos de aquél otro. ¡Nunca más!, ¡nunca más!, buscaba mi alma angustiada. Las palabras se desgastaron y han quedado reducidas a la nada. Ahora sólo aguardo el día de mi muerte. Ahora, día a día, busco el desgaste de mi cuerpo para apresurar el momento en que me consuma por completo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario